sábado, 18 de agosto de 2012

La victoria de Cristo

Alejandro Bullón"Pero gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. 1 Corintios 15:57."
“Pastor”, decía la carta, “no sé durante cuánto tiempo más conseguiré vencer en la lucha que enfrento desde hace varios años. No logro encontrar una señorita que me guste, porque me siento atraído por los jóvenes. ¿Qué hago?” 
Evidentemente, por el tenor de la carta, este joven nunca había cedido a la tentación. Pero lo que lo inquietaba, al punto de causarle temor, era la pregunta: “¿Por cuánto tiempo más conseguiré vencer en la lucha?”
Vivimos en tiempos peligrosos, en los cuales se intenta justificar el pecado a viva voz, en todas sus formas.
Sin embargo, el versículo de hoy muestra la salida para cualquier problema de tendencias que el ser humano carga desde que nace. Unos de una manera, otros de otra. Y el grito del corazón humano es: “¿Hasta cuándo tendré que luchar contra mis tendencias?” El apóstol Pablo, en los versículos anteriores al texto que escogimos para hoy, habla del fin de la lucha cuando finalmente “esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad” (ver el vers. 53). El apóstol está describiendo la glorificación de nuestra naturaleza: la erradicación completa y definitiva de la presencia del pecado en la experiencia humana. Pero, mientras ese día no llega, Pablo, por experiencia propia, presenta una promesa: 

“Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”. 

Nadie tiene derecho a ser derrotado por las tendencias, porque Cristo preparó un medio para alcanzar la victoria. Él venció el pecado. Enfrentó las tentaciones aferrándose al poder del Padre, y nos mostró el camino de la victoria; su victoria es nuestra victoria hoy. Su victoria cubre la multitud de nuestros pecados pasados, y en el presente desea vivir sus grandes obras de victoria por la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida. Gracias a Dios porque, aunque no haya llegado todavía el día de la glorificación, la victoria de Cristo no es apenas una promesa, sino una realidad en la vida de quienes procuran mantener diariamente una experiencia de amor con Cristo.
Estás delante de un nuevo día. En este día habrá tentaciones como en todos los demás, pero ya eres victorioso si con fe echas mano del poder de Jesús.
Pr. Alejandro Bullón

viernes, 10 de agosto de 2012

«Fiel es Dios»... ¿Lo somos nosotros?

«Fiel es Dios»... ¿Lo somos nosotros?Suele entenderse la fidelidad como lealtad en el cumplimiento de los compromisos que alguien ha contraído.
En muchos casos incluye un sentimiento de amor o cariño hacia otro ser, en favor del cual se hace cuanto pueda contribuir a su bienestar. A nivel humano, se dice que es fiel el empleado que cumple escrupulosamente los deberes que le han sido señalados por su amo.
Pero el ejemplo más sublime de fidelidad se halla en Dios mismo.
Ejemplo: el de la fidelidad conyugal, es decir, la lealtad amorosa que los cónyuges se prometen el día de su enlace matrimonial. En el plano espiritual, es fiel el creyente que se compromete a confiar en Dios y obedecerle. Pero el ejemplo más sublime de fidelidad se halla en Dios mismo, siempre cumplidor de sus pactos y promesas. Así nos lo atestiguan las Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.
Pocos temas podrían ser más inspiradores para el pueblo cristiano al principio de un nuevo año.
La fidelidad divina en el Antiguo Testamento
Aparece brillantemente en la relación de Dios con su pueblo Israel, ante el cual se enfatiza: «Conoce que Yahvéh, tu Dios, es el Dios verdadero, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos...» (Dt. 7:9; Sal. 36:5; Is. 11:5). Esa fidelidad se une a su inmutabilidad, como se desprende de la palabra más usada en el hebreo del Antiguo Testamento para expresar la idea de fidelidad: emunah, cuya raíz, aman, significa seguridad o firmeza. El concepto se nos ilustra a veces, muy atinadamente, mediante la metáfora de la «roca» (Dt. 32:4; Sal. 18:2; Sal. 42:9; Is. 17:10).
De los textos bíblicos se deduce que nada ni nadie puede anular los propósitos y las promesas de Dios, fundamentados en la solemnidad de un pacto inquebrantable. En su día lo aseguró Dios por medio del profeta: «Los montes se moverán y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia ni el pacto de mi paz se romperá». (Is. 54:10).
Ni siquiera las infidelidades de su pueblo pueden dejar sin efecto lo que ha prometido. Así se puso de manifiesto en la historia de Israel. Uno de los textos más patéticos que hallamos en el Antiguo Testamento expresa la sublime reacción de Dios frente a la infidelidad de su pueblo, ilustrada por el adulterio de la esposa de Oseas (Os. 11:8-9).
No es de extrañar que la fe del israelita piadoso hiciese de la fidelidad divina el fundamento de su fe y uno de los objetos preferentes de su alabanza (Sal. 36:5; Sal. 40:10; Sal. 89:1; Sal. 89:8; Sal. 92:2; Sal. 100:5; Is. 25:1). Sin duda, la fidelidad de Dios era la mejor garantía de salvación. Todo lo que él había prometido -las múltiples bendiciones inherentes al pacto- tendría plena realización. Y esto no en virtud de méritos u obras de los israelitas, sino por la gracia inmerecida del Todopoderoso (Dt. 7:6-8; Dt. 8:17-18).
La apostasía y los muchos pecados de Israel le atrajeron graves juicios, pero no extinguieron la misericordia y la fidelidad del Altísimo. Tras las pruebas correctivas, el pueblo siempre experimentó su ayuda. Así pudo verse en el cautiverio judío en Babilonia y la posterior restauración. Israel había sido infiel;
Pero Dios había permanecido fiel. Y fiel permanecerá hasta la consumación de los siglos (Is. 40:8). La historia y la escatología bíblicas así nos lo muestran.
La fidelidad de Dios en el Nuevo Testamento
En la segunda parte de la Biblia el término pistós (fiel) está etimológicamente emparentado con pístis (fe o confianza). Y, ciertamente, Dios es digno de confianza porque es fiel, pese a las infidelidades humanas (Ro. 3:3-4). El pueblo israelita sufrió -y sufre aún- el juicio condenatorio de Dios; pero «al final todo Israel será salvo» (Ro. 11:25-29). Esta perspectiva pone de relieve que, por la fidelidad de Dios, todos sus propósitos de salvación se cumplen. Esta verdad tiene facetas preciosas que resplandecen en los escritos de los apóstoles para nuestro consuelo y aliento:
La fidelidad de Dios, garantía de nuestra salvación en Cristo (1 Co. 1:8-9)
La salvación no es un beneficio que el creyente disfruta de modo autónomo, como si tuviera capacidad para alcanzarla y mantenerla por sí mismo. Depende de que el cristiano viva «en comunión con Cristo» (1 Co. 1:9; cf. Ef. 1:3, Ef. 1:7). Tan vital es esa comunión que, según enseñanza del propio Señor Jesucristo, es comparable a la unión del sarmiento con la vid (Jn. 15:1-5). Pese a lo esencial de la comunión con Cristo, ésta se ve amenazada por muy diversas formas de alejamiento, bien por influencias exteriores, bien por tendencias pecaminosas internas. Algunos creyentes temen que no podrán vivir a la altura del propósito divino, pero «fiel es Dios», quien, mediante su Espíritu y la acción de su Palabra, ayuda a sus redimidos a no salirse de la esfera de «comunión con su Hijo».
La fidelidad de Dios, auxilio en la tentación
«Fiel es Dios, que no os dejará ser probados más de lo que podáis resistir, sino que proveerá también, juntamente con la tentación, la vía de escape para que podáis soportar» (1 Co. 10:13). De las palabras de Pablo se deduce que, por la fidelidad de Dios, toda tentación o prueba tiene una salida, un camino de escape y que lo que el cristiano tiene que hacer es seguir las instrucciones dadas por Dios en su Palabra (es lo que los corintios debían hacer frente a los pecados expuestos en 1 Co. 10:1-12). Esto, por supuesto, no significa que el cristiano, con absoluta certeza, saldrá triunfante de toda tentación («el que piensa estar firme, mire que no caiga», 1 Co. 10:12), sino más bien que Dios no le abandonará en la prueba.
Quizás alguien se preguntará: ¿Qué sentido tiene el texto que estamos comentando (1 Co. 10:13) en el caso del creyente que cae cuando es tentado? ¿Cabe dudar del auxilio del Señor? Conviene recordar que la promesa se hace después de una aseveración importante: «No os ha sobrevenido una tentación que no sea humana» (1 Co. 10:13) y que esa «humanidad» de la tentación sugiere la posibilidad de caer. Pero aun después de la caída, Dios puede actuar de modo que se produzca un levantamiento, una restauración. Pedro cayó negando tres veces al Señor; pero después, en el momento oportuno, fue restaurado por el Cristo resucitado. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9). «Si somos infieles, él permanece fiel; no puede negarse a sí mismo» (2 Ti. 2:13).
La fidelidad de Dios y la santificación de sus hijos
Una de las prioridades en el desarrollo del cristiano debe ser la santificación total («para que todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo» - 1 Ts. 5:23). Esta meta sería inalcanzable si hubiésemos de llegar a ella por nuestras propias fuerzas. Pero la santificación, al igual que la justificación, es obra de Dios. Por eso el Señor Jesucristo pidió al Padre: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Jn. 17:17). Dios, mediante la acción del Espíritu Santo, nos va transformando más y más a semejanza de su Hijo (2 Co. 3:18) por el poder modelador de su Palabra.
Conocedores de nuestros defectos, debilidades y tendencias pecaminosas, nos parece que esa tarea es imposible. Pero Pablo afirma con acento triunfal: «Fiel es el que os llama, el cual también lo hará» (1 Ts. 5:24). Lo hará aunque para lograrlo a veces tenga que usar circunstancias y experiencias correctoras (Heb. 12:5-10). Se ha comprometido a hacerlo en virtud de su fidelidad.
La fidelidad divina, estímulo para nuestra perseverancia
Así lo entendió el autor de la carta a los Hebreos cuando escribió: «Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió» (Heb. 10:23). Los cristianos procedentes del judaísmo, a los cuales fue dirigida esta exhortación, habían sufrido vituperios y pérdida de bienes por su fe. Sus anteriores correligionarios se burlaban de la simplicidad de sus creencias y de su culto y les presionaban para que abandonasen el Evangelio y volviesen a la religión de sus padres.
Pero su nueva fe les abría una perspectiva radiante con las promesas de vida eterna que Dios les había hecho. Estas promesas no procedían de un apóstol, ni de un ángel. Las había formulado Dios mismo por medio de su Hijo encarnado. Y este que prometió es fiel, lo que equivale a decir: su fidelidad asegura vuestra salvación. En tal caso vale la pena «mantener firme la profesión de nuestra esperanza», cueste lo que cueste.
Todo lo expuesto descansa sobre un fundamento glorioso:
Cristo, nuestro «misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Heb. 2:17)
él es el autor de nuestra salvación. Como Mediador entre Dios y los hombres, ha llevado a efecto la expiación de nuestros pecados al precio de su sangre (Heb. 8-10), que es la garantía de un nuevo pacto (Mt. 26:28; Heb. 8:6). Nos ha reconciliado con Dios (Col. 1:19-21). él, que fue tentado en todo según nuestra semejanza, aunque sin pecado, «puede compadecerse de nuestras debilidades» (Heb. 4:15), lo que nos anima a acercarnos confiadamente al Trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Heb. 4:16).
Podríamos decir que en él y por él el creyente tiene a su favor todos los recursos de la gracia. Nada más necesitamos para asegurar nuestra herencia eterna de redimidos. Todo porque Cristo también es fiel. 
La fidelidad del cristiano
Es lógico que el creyente corresponda a la fidelidad de Dios con su propia fidelidad. Es lo que se espera de cuantos desean agradarle y servirle. En las enseñanzas de Jesús la fidelidad del siervo aparece como deber ineludible con especial relieve (Mt. 24:45; Mt. 25:21; Lc. 12:35-48; Lc. 16:10; Lc. 19:17). Y tanto las Escrituras como la historia de la Iglesia nos ofrecen ejemplos estimulantes de siervos fieles. Nos impresionan figuras tan admirables como Jeremías o Juan el Bautista. El primero sufrió encarcelamiento, burlas y rechazo. El segundo, una muerte ignominiosa. Suerte parecida corrieron Esteban, Jacobo, Pablo y Pedro. Asimismo la historia de la Iglesia nos da a conocer la fidelidad heroica de miles de mártires que prefirieron perderlo todo, la vida incluida, antes que negar a Jesucristo como su único Señor.
Todavía en nuestro tiempo multitud de cristianos en diferentes países están sufriendo diversas formas de persecución; pero perseveran fieles en su testimonio cristiano.
Sin duda, grande es el precio del discipulado, aunque no siempre haya de ser sellado con la tortura o la muerte. ¿Qué cristiano puede escapar de la prueba de sus propias debilidades así como del menosprecio, las burlas o la oposición malévola de quienes no comparten su fe? Pero igualmente cierto es que la fidelidad del creyente no perderá su recompensa. Cristo mismo dijo: «Sé fiel hasta la muerte y yo te dará la corona de la vida» (Ap. 2:10). Y en su día dirá a cada uno de quienes le han sido leales: «Bien, buen siervo y fiel... entra en el gozo de tu Señor» (Mt. 25:21).
«Dios es fiel»... ¿Y nosotros?
Autor: José M. Martínez

sábado, 4 de agosto de 2012

Gozo por la obediencia

Gozo por la obedienciaLa primera reacción al leer este encabezamiento quizás sea de sorpresa: «¿cómo puede la obediencia ser una fuente de alegría?» se preguntará el lector.
De siempre el ser humano ha pensado exactamente lo contrario: la libertad sí que es una fuente de gozo, pero la obediencia lleva a la opresión y a la frustración.
Estamos, por tanto, ante una de aquellas gloriosas paradojas del Evangelio que contradicen la mente natural para mostrarnos la profundidad del poder transformador del amor de Cristo.
Obediencia de corazón y obediencia por obligación
El amor de Cristo es la clave de nuestro tema y la explicación a esta paradoja. «El amor de Cristo nos constriñe» (2 Co. 5:14-15). El motivo por el cual obedecemos va a determinar nuestras actitudes y nuestros sentimientos. La obediencia del creyente nace como respuesta natural al inmenso amor del Señor Jesús. No es, por tanto, una obediencia impuesta a la que uno se somete porque no hay otro remedio, sino una obediencia voluntaria que emana del amor.
Cuando uno ama, busca agradar en todo a la persona amada; así lo vemos en la relación de matrimonio. El apóstol Pablo se refirió a esta actitud precisamente como una obediencia de corazón: «...habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados» (Ro. 6:17). La obediencia que sale del corazón es voluntaria y produce un gran gozo porque se basa en el amor. Por el contrario, hay una obediencia que no sale del corazón porque no ama a su destinatario y genera un pesado sentido de sumisión y hasta de amargura. Éste es el problema del legalismo en el que puede caer el creyente cuando su fe es una religión pero no una relación de amor.
Aquí estamos ante uno de los aspectos más singulares del Evangelio: Dios no obliga a nadie a creer. Siguiendo con la ilustración del amor conyugal, Cristo no nos fuerza, sino que nos seduce con su amor. Tal fue la experiencia de Jeremías cuando obedeció al llamamiento divino y lo describió con estas hermosas palabras: «Me sedujiste, oh Señor, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo y me venciste» (Jer. 20:7). Por esta razón, Pablo -y todo creyente puede hacer lo mismo- se congratula de llamarse siervo -esclavo- de Jesucristo: es una obediencia que genera gozo porque ama a su Señor.

El gozo: por qué y dónde encontrarlo
El gozo es un sentimiento al que todos los seres humanos aspiramos, a la par que rehuimos su antónimo: la tristeza. No es casualidad que el himno oficial de la Unión Europea sea el «Himno a la alegría», fragmento de la novena sinfonía de Beethoven quien puso música a un hermoso poema de Schiller (Oda a la alegría).
Todos nacemos ya con la necesidad de gozarnos. ¿Por qué? Ello es una consecuencia de la imagen de Dios en el hombre. Nuestro Creador es capaz de experimentar tanto el gozo como la tristeza y fue su voluntad que los seres humanos disfrutaran también de este sentimiento. La capacidad para sentir alegría es un recuerdo del sello divino sobre nuestra personalidad. De hecho, los animales no pueden alegrarse de la misma forma que el ser humano.
En numerosas ocasiones la Palabra de Dios nos exhorta al gozo y la alegría. Se nos invita a «gozar de la vida, de la esposa», etc. Tanto los Salmos como los llamados libros sapienciales (Proverbios, Eclesiastés) están repletos de alusiones a la alegría. Y también en el Nuevo Testamento, como veremos, este sentimiento forma parte de la experiencia del cristiano hasta el punto de que el gozo es un elemento esencial del fruto del Espíritu. Cristo vino para darnos no una vida mediocre, vacía o triste sino una «vida en abundancia» (Jn. 10:10). De la misma forma el Padre «nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos» (1 Ti. 6:17).
¿Dónde encontrar el gozo? Todos buscamos las fuentes de satisfacción en los más diversos campos de la actividad humana: culturales, políticos, religiosos. Así procuramos llenar nuestro tiempo de ocio con eventos a los que asistimos de modo activo o pasivo, como actores o como meros espectadores.
Sucede, sin embargo, que estas fuentes de alegría con frecuencia están secas o proporcionan una satisfacción muy efímera, por lo que se convierten en causa de desilusión, aburrimiento, y en no pocos casos en tedio y tristeza. Por tal razón, muchas personas ven en este mundo tan sólo un valle de lágrimas, en el que todo carece de sentido. ¡Todo es vanidad! como consideramos en los meses anteriores. Ese es el motivo por el que multitud de personas caen en el más deprimente pesimismo. Muchos hoy se preguntan: ¿hay motivos para la esperanza?. Un sí rotundo es la respuesta de los cristianos que se toman en serio las enseñanzas del Señor Jesucristo. Su certeza nace de creer y experimentar en su propia vida que Cristo es un manantial de donde fluye un gozo supremo.

Las palabras de Cristo, fuente de gozo y poder
Uno de los rasgos más llamativos de la persona de Jesús es su humanidad. El apóstol Juan, que compartió con el Maestro horas de honda amistad, recogió de él enseñanzas preciosas que ponen al descubierto una de las facetas más radiantes de su carácter: su amor. «Nadie tiene mayor amor que éste: que ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos...» (Jn. 15:13-15). Y de este amor brota un gozo inaudito: «Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido» (Jn. 15:11). El gozo de Jesús era el emanado del conocimiento del Padre y del cumplimiento de su voluntad, es decir de la obediencia. De este modo se anticipaba a la imitación de sus seguidores y con su ejemplo señalaba el camino de forma diáfana.
La obra de Cristo en sus discípulos se llevaría a cabo no sólo por esta vía de la instrucción y del ejemplo, sino ante todo por la acción del Espíritu Santo, como nos lo muestran los escritos del Nuevo Testamento, especialmente el de los Hechos y los de las epístolas. El testimonio apostólico se enlazaría con la enseñanza de Cristo y la experiencia de la Iglesia apostólica de todos los tiempos. Su historia registra ejemplos de fe y dudas, padecimientos difícilmente soportables y ejemplos de valentía de mártires innumerables que han sido blanco de las burlas de incrédulos y perseguidores. Pero estos mártires, lejos de desfallecer bajo el peso de la tristeza y el temor, han tenido experiencias de gozo triunfal, tal como les dijo su Maestro y Señor: «Vosotros ahora tenéis tristeza, pero os volveré a ver y se gozará vuestro corazón y nadie os quitará vuestro gozo» (Jn. 16:22).
Ello es así porque el gozo va íntimamente asociado al poder de Cristo. Ya lo anticipó Nehemías cuando declaró con vigor al pueblo: «El gozo del Señor es vuestra fuerza» (Neh. 8:10). Es cierto que el creyente sufre en verdad muchos de las penalidades que aquejan al no cristiano, pero también es verdad que del Señor recibe las fuerzas para confiar en él y seguir sirviéndole con alegría (2 Co. 12:1-10). No menos alentadoras son las palabras de Pedro cuando declara en su primera carta que somos «guardados por el poder de Dios mediante la fe para alcanzar la salvación (...) en lo cual vosotros os alegráis, aunque si es necesario tengáis que ser afligidos en diversas pruebas» (1 P. 1:5-6).

La obediencia, garantía del gozo, requiere un esfuerzo
Hemos visto hasta ahora cómo la bendición de la alegría no es otorgada al creyente incondicionalmente sino que va ligada a la obediencia. Ésta se convierte así en la garantía del gozo. Pero, además, el «estar gozoso» es en sí mismo un acto de obediencia. Las exhortaciones de Pablo al respecto suelen ir en el modo imperativo, es un ruego a obedecer: «Estad siempre gozosos» (1 Ts. 5:16), «Regocijaos en el Señor siempre...» (Fil. 4:4). Hay, por tanto un elemento de esfuerzo por nuestra parte incompatible con la pasividad y la autocomplacencia. Sin duda la seguridad de nuestra salvación es una fuente perenne de gozo, un gozo espontáneo.
Pero, en otro sentido el gozo es algo a cultivar, como una planta que hay que regar, tal como ocurre con las otras partes del fruto del Espíritu.

La paz, consecuencia del gozo
Es llamativa, y sintomática al mismo tiempo, la cercanía con la que el gozo y la paz aparecen en el Nuevo Testamento. Tanto en el texto por excelencia sobre el gozo (Fil. 4:4-7) como en el pasaje clave del fruto del Espíritu: «amor, gozo, paz...» (Gá. 5:22-24), ambos están íntimamente vinculados. Una relación tan estrecha no nos debe sorprender por cuanto el gozo auténtico del Espíritu es también fuente de una paz profunda.
Cuando contemplamos nuestro estado actual en Cristo y experimentamos que «nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús», la paz y el gozo fluyen de forma abundante. Todo creyente se identifica con la reacción de los magos de Oriente quienes «al ver la estrella se regocijaron con muy grande gozo» (Mt. 2:10). La estrella, señal inequívoca del nacimiento de Jesús, nos recuerda la gloriosa esperanza, presente y futura, que tenemos en Cristo.
La conclusión de todo lo expuesto debe animarnos a cantar:
Las nubes y la tempestad
No ocultan a Jesús
Y en medio de la oscuridad
Me gozo en su luz.
Gozo, gozo, en mi alma hoy.
Gozo, gozo, doquiera que estoy.
Desde que a Jesús vi
Y a su lado fui
De su amor el gozo he sentido en mí
Autor: José M. Martínez / Dr. Pablo Martínez Vila